sábado, octubre 28, 2006

El diablo viste de Prada

El pañuelo de cuello le caía grácilmente, complementado con una leve sonrisa de satisfacción interior que traspasaba el cristal de la taquilla. No pude por menos que comentárselo, eso sí, envuelto de cierto tono poético (que quien no ha sido agraciado por la física, naturaleza o ciencia, ha de aprovechar toda ocasión de lucir las habilidades creativas de su emoción).
 

"No seas tonto", me dijo mi taquillera favorita, difuminando el aura poética de mi intangible visión emotiva y devolviéndome al tangible mundo físico. "Lo que me has descrito tan metafóricamente no es una sonrisa, es un rictus debido al latigazo lumbar que padezco en estos momentos y desde hace unas horas", amplió extendiéndose. "Hasta tengo un cojincico para que me retenga la zona lumbar porque tanto tiempo sentada no me facilita precisamente la recuperación", completó apartándose levemente hasta que los picos del cojín aparecieron entre su espalda y el respaldo de la silla.

'El corazón de una mujer es un profundo océano de secretos', frase del diálogo de Titanic (1997, James Cameron) vino a mi memoria como boya que aflora a la consciencia tras ser liberada por una turbulencia marina de las algas que la retenían en el fondo del recuerdo; clara situación de sinapsis cinematográfica sensorial que evidencia cómo cambia el sentido de las cosas, según uno se aplique a la interpretación contextual de lo que, física o conceptualmente, tiene delante: lo que para mi era una sonrisa de satisfacción interior no dejaba de ser la exteriorización de un malestar interno; cierto, uno ve lo que desea ver a pesar de estar viendo lo que es.

"Debe estar bien porque sale uno muy gracioso de ¿Bailamos?", comentó animadamente mi taquillera favorita prometiéndoselas felices por el hecho de que apareciera un actor que había tenido la suerte de hacer un papel simpático en '¿Bailamos? (Shall we dance?)' (2004, Peter Chelsom), película que para ella se ha establecido en 'el no va más', en su película de cabecera, en su film de referencia y en evidente referencia de nuestras diferencias.

Ya en la sala, no hube de esperar mucho para que la silueta de mi taquillera favorita apareciera en el anfiteatro dando el efecto de estar recortada sobre la pantalla para, aprovechando una escena clara que iluminaba perfectamente la sala, subir rauda para sentarse casi sin saludar pues en escena estaba 'el de ¿Bailamos?'.

La proyección se desarrolló en silencio (la amiga había estado en la sesión anterior de modo que me libré de corrillos comentaristas de apreciaciones subjetivas sobre los complementos ornamentales perfectamente encuadrados que iban desfilando por pantalla, plano tras plano, escena tras escena) y me permitió sumergirme en la esencia de la historia, más allá de las cuestiones de moda y modelitos sobre las que gira la trama visible: en ese entorno de empresa referente de 'alta costura' encontré reminiscencias reconocibles en cualquier otro entorno de 'alta lo que sea' (sea tecnología, sea genealogía, sea habladuría); porque el entorno "fashion" no lo da la moda sino los modos de quienes en él están y el entorno es cualquier zona del espacio en la que coexistan dos o más seres humanos.

Me sentí identificado con quien se va liando cada vez más con la cuerda rotulada con la autoexcusa de 'He de hacerlo, no tengo elección'. Lo único que rompía el hilo de conexión con la realidad era el que no se viese la recarga de los móviles.

El Jefe brilló por su ausencia. "Está muy liado, no va a tener ocasión de verla", me comentó brevemente mi taquillera favorita y por cómo volvió la mirada hacia la pantalla deduje que la película no le estaba interesando. Bien parece que el estigma de ¿Bailamos? marca nuestras diferencias porque yo estaba concentrado en seguir las andanzas de las dos féminas principales, dos leonas de diferente generación pero de convergente convicción en su representación.

Acabada la proyección, (lástima que el sendero crítico que recorre el hediondo bosque moral de personajes que pululan por pantalla se convierta al final en una autovía moralista que desmerece ligeramente la vitriólica función presenciada y sustentada por las dos protagonistas antagonistas, cada una en su bien defendido papel), mi taquillera favorita se levantó cuidadosamente pues tanto tiempo sentada le había fijado la postura y enderezarse le conllevó molestias. "No está mal pero ¿Bailamos? le da 15000 vueltas", dictaminó mientras conseguía la verticalidad ayudándose con las manos sobre la zona lumbar. "¿15 o 1000, has dicho?", recabé. "Ni 15, ni 1000; 15000", respondió mientras con el dedo índice derecho señalaba certificadamente hacia el techo de la sala. "Y a tu amiga del alma... ¿qué le ha parecido?", pregunté antes de iniciara el descenso. "Nos quieren hacer pasar por tontos", resumió con un tono de voz y una gesticulación propia de su amiga para, una vez cortada la emisión sonora de la s final de tontos, iniciar su descenso hacia el vestíbulo. Por mi parte, me senté nuevamente y procedí a dejar constancia en mi agenda porque ultimamente voy muy atrasado en la redacción y si no es por las notas luego no puedo precisar los momentos o los pensamientos significativos.

"Ya no compramos por envidia, sino para dar valor al tiempo", reza el titular de una entrevista a Gilles Lipovetsky que me ha llegado a las manos por una de esas carambolas que el destino tiene a bien hacer cuando le rota, coincidente con la cuestión de '¿Porqué compramos un bien y no otro?'. Respuesta táctica que se me viene a bote pronto: ¿Porque uno es de marca y el otro no?. El entrevistado expone que según parece hemos entrado en una fase en la que gastamos en todo y rápidamente porque queremos una experiencia que nos permita olvidar las amarguras de la vida. Estamos ante una hiperindividualización del consumo, una etapa del consumo en la que cada uno quiere su móvil, su coche, su televisor, SU lo que se deje consumir; eso sí, fácil y rápidamente. Hasta aquí, el consumo venía determinado por la pertenencia a una determinada clase social que condicionaba las decisiones de compra y marcaba una normas de grupo que había que respetar. Ahora, estos condicionantes parecen haber desaparecido y todos, pobres y pudientes, quieren marcas (en bienes) y denominaciones (en servicios). Antes se quería obtener un beneficio simbólico (se compraba por envidia, para ostentar status) pero ahora se busca un consumo emocional que motive la búsqueda, que no la consecución, del bienestar. Las novedades llaman la atención y las empresas ofrecen personalización y especialización. Así, de los supermercados hemos pasado a las grandes superficies especializadas como Decathlon o Ikea sin que el pequeño comercio deje de tener su futuro pues, grandes o pequeñas, las tiendas ven su oportunidad de negocio posicionándose en los llamados productos de nicho. Por su parte, el consumidor ve en el consumo una terapia de la que no percibe su componente de círculo vicioso: viajamos más, gastamos más pero estamos insatisfechos; con lo que nos volcamos de nuevo en el consumo.

Conclusión particular: el comercio busca ofertar productos de nicho que el consumidor fagocite; así, en conjunto, comerciantes y consumidores, todos estaremos más cerca del nicho.

viernes, octubre 20, 2006

La prueba del crimen

"Esta película es la hostia; la gente sale con la cabeza baja", me comentó mi taquillera favorita mientras ordenaba los programas de mano. Con el tiempo he aprendido que cuando ordena los programas es que viene poca gente. "Si Tarantino dice lo que pone en el cartel...", dejé ir con un hilo de voz en un intento de dar a la conversación un aire académico, de entendido en materia, posiblemente como resaca anímica de los trepidantes días pasados a caballo y contrarreloj entre dos coquetos pueblecitos barceloneses, playero el del festival de cine y costero el residencial de mi cine, dada mi acreditación como cronista independiente, 'free-lance' técnicamente divagando, durante el festival de cine Sitges'06.
 

"Si tuviera que entrar pagando, no entraba; estas películas no me van", nos dijo en un susurro confeso la acomodadora antes de entrar a la sala tras haber entregado a mi taquillera favorita, en envuelto paquetito, el lote de revistas del corazón, porterismo ilustrado publicado, que de buena tinta sé que intercambian y comparten durante las largas sesiones de poco público.

"Para mí se han acabado los bocadillos de chorizo con chocolate", lancé al cambio de conversación en un intento de hacerme el interesante y, de paso, mártir. "Podía estar bueno pero de seguro no era nada bueno; ya tuviste tu momento, así que no te hagas el mártir y aplícate en la dieta mediterránea. Fíjate en el mío: queso con lechuga. Un bocadillo vegetal, natural, que no hace daño. Y la leche de soja, pero de soja de la herboristería que no del súper, que ésa es transgénica", resumió convencidamente. Me temía una relación de elementos ingeribles como alternativa a las pastillas para el colesterol que me han sido recetadas recientemente cuando llegó una joven que abrió una nueva vía de diálogo.

La joven resultó ser una vidente a la que mi taquillera favorita consulta en busca de luz referente. Las dos mantuvieron una animada conversación en torno a los avatares venideros que planean sobre la película que mi amigo guionista tiene ya terminada pero en dique seco por falta de distribuidora que se anime. Interesado, escuchaba lo que comentaban pero consciente de que nada de lo que allí se dijera podía ver la luz, ni verbal personalmente, ni publicado públicamente.

La hora de comienzo pasó a nuestro lado como una exhalación, de modo que la joven ultimó la compra de la entrada y se dirigió hacia el portero. "Ni una palabra de todo esto", le recordé a mi taquillera favorita. "Sí, lo sé", corroboró. "Ojalá no se equivoque", dijo mientras se señalaba el reloj y desde la sala nos llegaba el amortiguado sonido de la cabecera de presentación de la distribuidora, acústica introducción anunciadora del inicio de la película.

La cosa empieza bien pero a base de "taco, retaco, taco" (toda palabra va precedida de puto en sus combinaciones de género y número, y, siempre que se tercie, o sea, cuando el personaje se siente con ganas de decir tres palabras, precedida de jodido en sus variantes y acepciones) y de escenas pasadas de sangre, tiros o golpes, mi interés fue decayendo hasta casi rodar parejo con mi ánimo escaleras abajo.

En esas, mi taquillera subió y aguantó, estoica, el chaparrón. Por pantalla iban desfilando pasados, como si una pasarela de idos fuese. "¡Anda que tres días nos esperan!; a mi estas películas no me gustan", susurró a poco de acabado su bocadillo vegetal naturista. Justo a tiempo antes de que se nos uniera, solidario, el Jefe.

El Jefe duró poco. Alegó que tenía que hacer algo en la cabina y se esfumó. Mi taquillera favorita quiso aprovechar la coyuntura desertora e hizo el amago de levantarse; acción que no pudo completar porque amablemente la retuve en la butaca. "Porque me he dejado las gafas en casa y no puedo leer", alegó bajito aceptando mi propuesta de aguantar en el puesto hasta el final.

Cual vidente preclara, mi taquillera favorita se levantó síncrona con la aparación del liberador 'Fin' y no habían aparecido los primeros créditos cuando ya había desaparecido de la vista. Por mi parte, me quedé anotando las vivencias en la agenda . "El director dedica la película a Sam Peckinpah, Brian de Palma y Walter Hill", apareció en pantalla a modo de despedida de los créditos. 'Caramba', pensé, 'quizá si sólo se hubiese centrado en uno de ellos podría haber hecho una película más consecuente'. Estaba anotando la dedicatoria en la agenda cuando junto con el oscurecimiento de la pantalla por el fin de la cola en la cabina, se apagaron las luces de la sala por el fin de la recogida de butacas en platea; así que tuve que apresurarme en recoger mis pertenencias a ciegas e iniciar el descenso hacia la salida con la siempre a mano luz de la pantalla del móvil.

Iba por el vestíbulo del bar cuando me encontré con el portero que venía en mi busca. "El Jefe ya está para cerrar la puerta de la calle. Hemos terminado tarde porque la película es larga pero hemos acabado pronto porque no había mucho que recoger; como con el ruido que arma no es posible conciliar el sueño, no tiene sentido entregar el globito", me comentó mientras bajábamos el último tramo de escalera. La referencia al globito venía a cuento de un comentario mío de hace años al respecto de entregar un globo a cada aguerrido cliente que entrara en una película tostón para así, caso de que cayera en brazos de morfeo, poder localizarlo en la inmensidad de la sala evitando que se nos quedara descolgado en el local.

Al día siguiente, en el frontón, comentaba la anécdota con mi amigo guionista y le hacía partícipe de la cuestión que en la oscuridad de la sala se me planteó: "Tendrás que aceptar que no te diga lo que comentó la vidente al respecto de tu pacto cinematográfico pero lo que sí te comentaré es la gran duda que se me planteó una vez vista la película... ¿Cómo es que la vidente no vió el rollo que era?". Mi amigo guionista, escuchó en silencio lo que le contaba para, mientras tensaba el protector de esparadrapo de los nudillos, decir certero: "Puede que le guste ese tipo de cine". "Puede", asentí.