viernes, mayo 19, 2006

El código Da Vinci

En un momento que quedaron despejadas me acerqué para saludar. "Hola, hola. Parece que hay actividad.", articulé introductoriamente. Mi taquillera favorita sonrió y me dió la mano a través de la ventanilla. Su amiga del alma, sifón verde limón como informal uniforme de trabajo, sonrió también y, extrovertida ella, verbalizó: "Sí, sí, que hagan más recomendaciones para no ver películas".

La paciencia acostumbra a tener su recompensa y a veces podía acercarme a la ventanilla pero no había manera de conversar pues en seguida venía un grupo de espectadores.

El vestíbulo empezaba a llenarse de público esperando pasar el control de puerta, cuyas dos prescripciones de paso son bien simples: con entrada en la mano y sin chicle en la boca. Al paso que vamos habrá que incluir el de 'sin móvil en la cabeza' pues se viene detectando un crecimiento del incívico sector de móvil-adictos que no pueden pasar sin encender la pantallita del teléfono durante la proyección.

Aquello no parecía menguar. Empecé a temer por que ocupasen nuestros lugares habituales de modo que aproveché que había una joven bajita comprando la entrada para indicarles que me subía a ocupar plaza.

Nada más acabarse las escaleras de acceso al vestíbulo del anfiteatro me encontré con la cola de los que esperaban para el bar. Al ritmo de público que entraba, me temí que la cola acabara llegando hasta el portero. ¡Qué locura!. Viernes de estreno nunca visto, o tan lejano en el tiempo (linealmente acumulativo con empírica propensión a enquistarse en vísceras, glándulas y articulaciones) y el recuerdo (de innata tendencia a olvidar ciertos acontecimientos y vivencias de modo que cuando vuelven nos parecen que sean desconocidos), como si nunca antes hubiese ocurrido, eso sí, exceptuando los días hito del reestreno de 'Titanic' (1997, James Cameron).

No hice más que sentarme y la avalancha de público se esparció por el anfiteatro como marea humana, ocupando asientos y cambiándose de sitio como primaverales mariposas polinizadoras. Con tanto barullo, el sonido resultaba meramente ornamental. Acabada la publicidad y durante los créditos de comienzo... la realidad se hizo patente: no se oía un pijo, así que entender lo que dijeran los tres canales tras pantalla se iba a presentar una misión imposible. Opté por bajar a por la llave de la cabina y subir a avisar al jefe de lo que estaba pasando porque su tiempo de haber bajado a auditar el ambiente ya se había cumplido. Sin embargo, dejar los asientos sin custodia era propiciar su colonización por ajenos. 'Si vieses tu casa arder y tuvieses en tu culo un avispero, ¿a dónde acudirías primero?', me vino a la mente. Sin embargo, organización conduce a consecución de modo que le pedí al matrimonio que ocupaba los asientos vecinos que, por favor, dijese a quien quisiese pasar para sentarse en ellos que estaban ocupados. "No hay inconveniente", respondió el señor, "pero poco podré hacer si no me hacen caso" (en su respuesta ví la experiencia y el conocimiento que dan la edad y lo vivido). "No se preocupe, si no le hacen caso déjelos pasar...", inculqué.

Cuando volví de la cabina me encontré dos buenas noticias: sonaba 'al punto de volumen' y los asientos seguían en el punto en que los dejé. Ahora era cuestión de que subieran mi taquillera favorita y su amiga, la de las películas recomendadas.

Pasó la acomodadora, acompañando a unos espectadores que ubicó en la fila de delante. Al verme, se vino hacia mi. "Eras tú el que tenía reservados los asientos", preguntó. "Sí, sí, para las muchachas", respondí justificadamente. "Ay, ay, de las orejas te tiraba yo", susurró, "ellas no van a subir y me has hecho cambiar de sitio a unos clientes que iba a sentar ahí", dijo mientras se volvía hacia la puerta de acceso para completar la acomodación de los últimos que habían entrado.

Dejé la agenda y el bocadillo en la butaca y bajé a la taquilla. Mi taquillera favorita estaba hablando con el jefe y saltaba a la vista que su amiga ya se había ido. Cuando me vió acercarme, asomó su cabecita por la ventanilla y me avisó: "No voy a subir que hoy tengo mucho trabajo por hacer". Regateé alegando que le había guardado sitio (total, para que el jefe lo supiera por otra boca... ya tengo una). "No, hoy no subo", rearfimó. Entonces, tarde, porque lo podía haber intuido al subir, y claro, porque mi experiencia resume que 'en boca de mujer, no es no y sí es ya veremos', vi que no había nada que rascar.

De vuelta al anfiteatro, agradecí al matrimonio la 'defensa' del acceso a las butacas y me disculpé por el mal resultado obtenido porque, al final, las chicas de la taquilla no iban a subir a ver la película.

En mi cine preferido, el ver una película con la sala llena ofrece el valor añadido de un ambientillo comunal, palpable y apreciable, que potencia el sentido de cualquier película que haya sido agraciada con el lleno. En ello me baso para el impagable momento que se vivió entre quienes, expectantes, asistíamos al desenlace de la investigación que tenía lugar en la capilla de Rosslyn:

La pareja protagonista está en el sótano de capilla, bajo cielo estrellado. Tras observar lo que allí se halla, él la mira y concluye ante la cámara: "Entonces, todo apunta a que eres la hija de ... ('censurado' para no desvelar el desenlace). Fue decir el nombre del padre y oírse un exclamativo, femenino y unitario "¡Halaaaa!". Oportuna y contextualmente impagable. Estas cosas ocurren, doy fe, en mi cine preferido y le dan un sabor propio y diferencial a las películas que allí se pasan y, si se tercia, se estrenan.

Es el caso. Eché de menos a mi taquillera favorita. Me hubiera gustado que hubiera participado de esta irrepetible experiencia.

Hechos y gustos al margen, para la próxima vez no reservaré asiento a nadie que no me lo haya indicado explícitamente. Códigos y signos a interpretar, desconsiderados a partir de este punto.
 

Epílogo (22/Julio/2006)
 

Dulce y salado se conjugaban en mi paladar, dulce melindro, salado jamón, como gustoso complemento a la preparación del bocadillo de jamón, jamón, que en breves minutos iba a deglutir en compañía de mi taquillera favorita (que no compartir porque ella últimamente está en la línea de los bocadillos hortelanos, ya se sabe, pan con lechuga y otros frutos de la huerta autóctona rociados con una sabrosa llovizna de aceite de oliva, en la línea de la llamada dieta mediterránea que a mis ojos y papilas gustativas aparece, simple y descalificada, sólo como dieta).

El jefe está hecho un estratega de la programación cinematográfica y en vista del panorama estival existente ha optado por reponer 'El Código da Vinci', precisa y curiosamente, '¡qué coincidencia!' alegó cuando se lo comenté, el día de Santa María Magdalena. Le creo. Yo me percaté del hecho al anotar en la agenda algunos de los comentarios de mi taquillera favorita, contenta ante la inminencia de unos días de descanso estival y por poder visionar la película; motivo éste que da sentido y entidad a este epílogo.

"Mi amiga me ha cubierto la taquilla en la anterior sesión y he podido ver el comienzo", comentaba alegremente mi taquillera favorita. "Ahora que he visto el comienzo estoy 'enganchada' así que en cuanto cierre taquilla me subo para continuarla", completó sonriendo grácilmente como ella acostumbra cuando su razonamiento es inapelable.

"¿Hasta dónde has visto?", capeé (capear: disponer las velas de modo que la embarcación ande poco) para que el tiempo transcurriese más lentamente.

"Están en el lavabo... y seguramente se fugan", clavó certeramente, sin haber visto aún el devenir del encuentro en los servicios.

Alargué la charla todo lo que pude antes de ser invitado a subir por el retumbar acústico indicativo del comienzo de la película y por sus "sube, sube, que enseguida subo". Jefe y película subieron enteros en sus respectivas cotizaciones, él (rozando máximo) por haberla repuesto y ella (recuperando impulso) por haber 'despertado' el interés de mi taquillera favorita. Lo dicho, el jefe está hecho un estratega.

Ya camino del anfiteatro la portera me saludó y aprovechó para dejar ir el pictórico comentario de "hoy he podido verla con un poco de calma y, por fin, he entendido lo que pinta el rubio".

Mi taquillera favorita subió antes del encuentro en los servicios, de modo que pudo retomar la acción y ya no la perdió hasta la aparición de los títulos de crédito, no sin dejar ir un discreto "halaaa" cuando la pareja protagonista está en el sótano de capilla, bajo cielo estrellado.

Fue cuando las letras de final iniciaron su desfile por la pantalla cuando mi taquillera favorita resumió: "me ha entretenido y la trama se sigue perfectamente, sin haber leído el libro" (sí, doy fe de que es una de los pocos lectores que aún no ha leído el libro y, es más, no tiene ningún cargo de conciencia ni en reconocerlo, ni en hacerlo ni, por supuesto, no hacerlo ya).