sábado, noviembre 04, 2006

El laberinto del fauno

Llegué a Sitges justo cuando estaba a punto de terminar la sesión de inauguración del Festival. Recogida la acreditación, me estaba tomando un cortado en la cafetería del Gran Sitges mientras repasaba la programación y, curioso y emocionado, empezaba a preparar el calendario de asistencia del día siguiente cuando por encima del murmullo de conversaciones que me circundaba oí que me llamaban. "Ya empiezo a estar cansado después de tanta carretera desde Madrid", pensé como pensamiento reflejo asociado al acto de girar la cabeza hacia el punto que el sistema auditivo indicaba como origen de la llamada. Allí, en una de las mesas, estaban sentadas dos mujeres de buena presencia; una de ellas, sonriendo y con una tacita en la mano, miraba hacia dónde me encontraba. Conjurada la posibilidad de que tuviera un principio de percepción auditiva imaginativa y pasada la sorpresa de que alguien me reconociera en el entorno del hotel, identifiqué a quien me miraba: era la directora del centro asistencial en el que está residente mi tía. Tuvimos el tiempo justo de saludarnos e intercambiar cuatro frases porque el segundo pase de la película de Guillermo del Toro, esta vez sólo para clientes de la caja de ahorros que capitaliza la venta de tele-entradas del festival, estaba a punto de dar comienzo y no querían ser de las últimas en entrar para así optar a un asiento centrado en una sesión que prometía afluencia de público. Este año, iba a ser distinto: no había podido asistir a la gala de inauguración por motivos profesionales (un viaje a Madrid que, albricias, me había permitido saborear 'Un corazón de oro', un claro ejemplo de lo que la administración denomina conciliación laboral-personal) y tampoco iba a poder asistir a la gala de clausura porque a esa hora estaría, ¡oh, albricias!, con mi taquillera favorita y un nutrido grupo de amigos para hacer los honores en la presentación de una película de nuestro amigo guionista (momento histórico doble, por la presentación de la película en el marco del Festival de Sitges y porque mi taquillera favorita iba a dejar la taquilla un día de cine).
 

He seguido a Guillermo del Toro por 'Mimic' (1997), 'El espinazo del diablo' (2001), 'Blade II' (2002) y Hellboy (2004). De ellas, 'El espinazo del diablo' me dejó buen sabor, quizá por ser una producción de 'El deseo', quizá por destilar ambientación aborigen y situar la acción en territorio autóctono o porque fuera una película que Guillermo hizo propia por algún desconocido motivo que se escapa a mi conocimiento.

Cinco años después de aquella bomba que cayera en el patio del orfanato, Guillermo del Toro, esta vez como guionista único, revuelve la Guerra Civil con una fantasía cruelmente real, participada en la producción junto con, entre otros, Alfonso Cuarón y presentada bajo el auspicio del Festival de Sitges 2006 (edición ésta que también ha servido de antesala a la predictora 'Hijos de los hombres', en lo que se podría denominar "el año, o la edición, Cuarón").

Al mes, casi, de estos acontecimientos y cuando ya daba por perdida la película, el Jefe se descolgó con 'El laberinto del fauno'; así son las cosas, en mi cine preferido.

Sábado. Sesión de noche. Aparezco enfundado en el canguro que un leve rebrote de frío me ha hecho sacar del armario. Llego expectante y me encuentro con una cruda realidad que raya lo fantástico: mi taquillera favorita de cara larga y el portero de manga corta.

Por partes.

Primero de todo, saludo a mi taquillera favorita. "El tráiler era cinemascope y la película es panorámica", responde mientras ordena papeles tras la ventanilla. Cara larga, mal rollo; ordenando papeles, muy mal rollo. Se impone el cambio de tercio porque el toro del panorámico es muy difícil de lidiar en su plaza. "Esta película inauguró el Festival de cine de Sitges, cosa de días atrás", dejo ir a modo de capote (omito que me encontré con la directora de la residencia en la cafetería del hotel, queda fuera de contexto). "Hay una apatía general, tienen esas teles planas, las pelis piratas... y ya no vienen", plasma sentenciadoramente tres causas origen de la falta de afluencia de público. La cruda realidad no da para más, al menos por ahora.

A continuación; me dirijo hacia el portero, antesala de lo fantástico: "¿Frío?. ¡Qué va!", responde a mi 'Hola, hola. ¿No tienes frío?'. "Todo es cuestión de mentalización", se explaya, "piensa que no tienes frío, y no tendrás frío; piensa que no tienes hambre, y no tendrás hambre". Le tomo la pauta del silogismo: "Piensa que tienes dinero...". "No me líes", comenta sonriendo, "no van así las cosas de mentalización; has de aplicarlas a cuestiones que tienes pero no quisieras tener, simple y llanamente". Dado que mi poder de autosugestión es parco y todo lo que me explique no servirá para mucho, véase que él está en manga corta y yo voy con la cremallera hasta el cuello, señalo hacia el cartel de la película: "¿Es de miedo?", le pregunto mientras con el pulgar señalo hacia mi taquillera favorita (si es de miedo no subirá a verla). "No, es una fantasía real", sintetiza mientras corta la entrada de la pareja que acaba de llegar proveniente de la taquilla.

Finalmente, a poco del comienzo de la sesión, me dirijo nuevamente hacia la taquilla para ultimar con mi taquillera favorita. "No me tardes", le comento rápidamente entre cliente y cliente. "Vale, vale... en cuanto acabe aquí", me responde mientras me hace señas para que vaya subiendo.

Arriba, en la sala.

Nuestro sitio habitual estaba tomado por unos jóvenes así que me quedé a medio camino y cerca del pasillo para así poder interceptarla cuando subiera. Cuando quise darme cuenta, ya me había terminado mi bocadillo y ella aún no había hecho acto de presencia.

En pantalla, la realidad y la fantasía se sucedían como la noche al día, una tras de otra. Las vicisitudes del cada vez más crudo mundo real de los adultos se intercalaban entre las del cada vez más real mundo de fantasía de la niña, hasta que la realidad engarzó con la irrealidad, allá en el laberinto, encajando una en otra como si fueran complementarias y necesarias para el crudo desenlace, como si las partes fantásticas hubieran sido en realidad premoniciones metafóricas de los acontecimientos desarrollados en mundos paralelos, relacionados y dependientes.

Estaba relamiendo el final, pieza de relojería argumental, cuando me percato de que mi taquillera favorita ha brillado por su ausencia. Una incomparecencia que quizá debí detectar en su "Vale, vale..." pero que me pasó desapercibida, posiblemente, como consecuencia de que aún no he conseguido rasgar la cortina de fantasía con que la imaginación me sigue manteniendo separado de la adusta realidad adulta circundante y que la niña protagonista encarna a la perfección, con una mirada infantil inocente pero perturbadora, que se resiste a separarse de la magia de lo posible entre lo imposible cuando el mundo de las hadas y de los hados confieren un universo, tal como aparece reflejado en la pantalla, de halo perverso y desasosegante.

Inicio el descenso hacia la salida pensando que el título describe la encrucijada laberíntica en la que el guión proyecta su calidad de fauno, de deidad oracular capaz predecir el futuro que le era revelado durante los sueños o por medio de voces sobrenaturales que salían de arboledas sagradas.

Abajo, en el vestíbulo.

Cuando llego al vestíbulo me encuentro con mi taquillera favorita: "No he subido porque si la veo, no duermo; es demasiado real para ser fantástica", me comenta con una sonrisa descriptivamente excusadora antes de entrar a platea para echar una mano en la revisión de butacas precursora del cierre.

"¿Es de miedo?", le había preguntado hacía cerca de dos horas al portero en aquel mismo lugar mientras con el pulgar señalaba hacia la taquilla. "No, es una fantasía real", había sido su acertada respuesta.

Una fantasía tan real que físicamente empiezas ubicado en el mundo real adulto para no dejarte enmarañar por las fantasías infantiles y, anímicamente, acabas aferrado a la componente fantástica en un intento de conseguir sobrevivir en la ciénaga de enfangada crueldad de una historia que, gracias a Dios, ofrece una prueba de vida antes de la palabra fin.