sábado, septiembre 30, 2006

Salvador (Puig Antich)

El Jefe, indudablemente, iba por buen camino: había programado 'Salvador' cuando estaba entre las candidatas a representar a España en la 79 Edición de los Oscar de Hollywood, en la categoría de película de habla no inglesa. Sin embargo, el día de la proyección ya se había desvelado el resultado de la elección y, una vez vista, no me extrañó su descarte, no porque careciese de méritos, al contrario, sobrada estaba, sino porque hay cosas que, intuyo en mi mal pensar habitual en estos tiempos de parloteo congresista plagado de descalificativos y aderezado de cuñas radiofónicas tidldadas de divulgativo-formativas pro-unidad, que en el centro no se iba a seleccionar una película que tuviese diálogos, aunque fuesen fragmentos, en la lengua vernácula de quienes dejaron a merced del destino y sin noticias de Dios a los soldados del Rey en Flandes. (Léase 'Alatriste' , 2006-Agustín Díaz Yanes ).
 

No adelantaré más acontecimientos y seré narrador cronológico. Me encontraba junto a la ventanilla mientras mi taquillera favorita atendía a quienes hacían cola ante ella. Como tenía para un tiempo, me acerqué a saludar al portero.

Esperé a que pasasen los clientes que le entregaban la entrada. Me llamó la atención que a bastantes, aunque no a todos, los previniese sobre el sentido de la película. "Es que hay personas muy sensibles y puede que les afecte porque es fuerte", me argumentó a vuelta de mi pregunta al respecto. "Pero no se lo dices a todo el mundo", seguí la cuestión. "Bueno, a los habituales que sé vivieron el momento sobre todo y a quienes no siéndolo entiendo, por psicología de ver gente día tras día, que les puede afectar", completó su razonamiento. Poco más pude añadir. Él, en cambio, sí supo acabar su exposición con un epílogo digno: "Buena gente tenemos hoy: buena película, buena gente".

Volví a la taquilla que ya aparecía más despejada. Cuando llegué, mi taquillera favorita despachaba a un grupo de tres señoras jubiladas y pude oír como una le decía: "Ay, hija, gracias por prevenirnos pero nosotras ya sabemos lo que vamos a ver porque lo vivimos en su tiempo y lugar; quizá tú no porque eres muy joven pero era lo que había en aquella época y aunque las cosas parecen haber cambiado no hemos de olvidar lo malo para que no se vuelva a repetir". Mi taquillera favorita, que escuchaba con una agradecida sonrisa en los labios, indudablemente auspiciada por retazos tales como "Ay, hija" y "eres muy joven", les preguntó acto seguido: "¿Y no les afectará el revolver en los recuerdos?". La señora le dedicó una sonrisa comprensiva antes de responderle: "Criatura, a nosotras ya no nos afecta el recuerdo, nos afecta el olvido, el temor a que se vuelva a repetir; no por nosotras que ya ves estamos de vuelta, sino porque oímos a los políticos y vemos a la juventud de ahora y nos parece como si el tiempo hubiese tapado de hojarasca la boca de la alcantarilla y cuando menos se espere alguien pueda volver a meter la pata en ella". Discretamente, mientras hablaban, saqué mi agenda roja y empecé a anotar lo que estaba oyendo, sabedor de que por cuestión de un cursillo iba a estar una temporada sin poder transcribir la crónica y no quería que la memoria me jugase la mala pasada de alterar los acontecimientos presenciados. Cuando terminé las anotaciones, vi a las tres jubiladas hablando con el portero. "Ay, joven, gracias por prevenirnos...", me llegó desde la distancia que media entre la puerta de acceso a la sala y la taquilla, proveniente de la portavoz del grupo. 'Cuando sea mayor me gustaría tener la sabiduría de esa señora para responder razonado e inalterado, como si fuese la primera vez que me hacen el comentario', pensé conocedor de mi. "Estas señoras son encantadoras", comentó mi taquillera favorita antes de recordarme que ya era la hora de inicio.

Una vez en la sala, tras los créditos de la distribuidora, la luz de la pantalla, cual mecanismo de Star Trek, me teletransportó a 1973... fotografía rojizo otoñal, patillas y barbas, Seat 124, jerseys de cuello, canciones del momento y ambientadas escenas de manifestantes entre caballos, botes de humo y porras en un cinemascope que extiende el recuerdo hasta dónde la vista de la memoria alcanza a recuperar.

Mi taquillera subió y se sentó dando rápida y silenciosa cuenta del bocadillo de queso con lechuga que últimamente conforma su menú de cine preferido. Poco había que comentar, las imágenes hablaban por los presentes y ausentes.

Se nos añadió el Jefe, aparecido por la puerta lateral de acceso a la cabina. Mi taquillera favorita, sabedora de su buena memoria le consultaba detalles al respecto de situaciones, lugares y personas no necesariamente relacionadas con la trama de la historia pero sí con el momento de la acción.

Noté que mi taquillera favorita empezó a rebullirse en la butaca cuando los sables de los integrantes del encojonado consejo de guerra se arrastraban sobre la mesa mientras sus portadores desfilaban por el encajonado pasillo que conformaban las sillas arrimadas contra la inamovible pared y la maciza mesa de la oficialidad vigente.

Al poco, con la llegada del verdugo, mi taquillera favorita empezó a recoger los restos del reparador ágape naturista que había ingerido poco hacía. Mientras, por pantalla, el verdugo recopilaba los elementos que conformarán el garrote, me vino a la cabeza que 6 años antes de los hechos que estábamos "revisitando", en 1968 en concreto, Stanley Kubrick había planteado en su '2001: Una odisea del espacio' la presencia de un elemento oscuro, el monolito de medidas proporcionalmente simbólicas, que las inteligencias espaciales utilizaban como interfase para interaccionar con el medio físico para llegado el caso, tal como se apuntará en '2010: Odisea 2' (1984-Peter Hyams), partiendo de los elementos disponibles en el lugar llegar a crear un hábitat en el que la vida pudiese desarrollarse naturalmente; bien, 6 años después del apunte de odisea espacial, aquí, en esta tierra, puede que abandonada de la mano para unos muchos, pero en cambio aferrada de su mano para unos pocos, un personaje oscuro recopilaba del entorno existente los materiales para crear un elemento de tortura especializado, sabido y conocido, en erradicar la vida de la manera más vil e inhumana: cuando se está a la derecha del Padre, el tiempo se detiene; y si no es así o a quien no sea así, se le detiene.

En este trance me hallaba, a punto de concluir que no es que se hubiera avanzado grandemente en comportamiento desde 400 años atrás, en la época visual y anímicamente reflejada en 'Alatriste', cuando, vista y no vista, llegado el punto en que la cámara empieza el recorrido hasta la sala del garrote, mi taquillera favorita, como activada por resorte, se levantó y sigilosamente, sin mirar atrás para no perder pie en el camino de bajada hacia el vestíbulo del anfiteatro, abandonó la sala, dejándonos, al Jefe y a mi con el hipnótico movimiento circular antihorario de cámara en torno al encapuchado joven maniatado que se ve entre los huecos que dejan los asistentes y el verdugo: por un lado, el movimiento de cámara ayuda a retroceder en el tiempo hasta situarnos como mudos testigos de lo que acaeció en aquella lúgubre habitación aquel día y por otro, intenta aliviar, compensar, la tensión de la agobiante sensación del vuelta a vuelta del tornillo.

Cuando el letrero de FIN dió paso a los créditos de final, la sensación de vacío anímico se transmutó en tristeza de espíritu mientras la voz de Lluis Llach desgranaba los versos y estrofas de su 'I si canto trist', en una versión actualizada, canción que en su momento, cuando la oí hace años, no supe apreciar en sus matices, no porque no los tuviese sino porque me faltaba entender el contexto en el que se interpretaba y aplicaba. Al notar la tristeza que me embargaba, consideré, egoístamente, muy posiblemente, que en mi caso el tiempo había pasado para mejor pues, conclusión derivada, mi sensibilidad había mejorado.

Cuando llegué al vestíbulo de entrada me encontré al personal con cara de circunstancias. Los que salían de la sala, tras haber recogido las butacas tampoco diferían de los que allí nos encontrábamos. Como siempre, el Jefe bajó el último y tras cerrar la llave del agua desapareció silencioso hacia la taquilla para cortar la corriente del local.
 

"Esta película me da mucha 'penica' ", dijo mi taquillera favorita, rompiendo el silencio verbal imperante entre todos los que, ya en la calle, veíamos como el Jefe traqueteaba la puerta de acceso, para asegurarse de que estaba bien cerrada, y el cartel de la película se movía levemente dando la sensación de que el rostro del protagonista, mirando hacia arriba cuando hacía minutos que habíamos presenciado como había sido obligado a mirar hacia abajo, nos decía 'hasta mañana'.