En un momento que quedaron despejadas me acerqué para saludar. "Hola, hola. Parece que hay actividad.", articulé introductoriamente. Mi taquillera favorita sonrió y me dió la mano a través de la ventanilla. Su amiga del alma, sifón verde limón como informal uniforme de trabajo, sonrió también y, extrovertida ella, verbalizó: "Sí, sí, que hagan más recomendaciones para no ver películas".
La paciencia acostumbra a tener su recompensa y a veces podía acercarme a la ventanilla pero no había manera de conversar pues en seguida venía un grupo de espectadores.
El vestíbulo empezaba a llenarse de público esperando pasar el control de puerta, cuyas dos prescripciones de paso son bien simples: con entrada en la mano y sin chicle en la boca. Al paso que vamos habrá que incluir el de 'sin móvil en la cabeza' pues se viene detectando un crecimiento del incívico sector de móvil-adictos que no pueden pasar sin encender la pantallita del teléfono durante la proyección.
Aquello no parecía menguar. Empecé a temer por que ocupasen nuestros lugares habituales de modo que aproveché que había una joven bajita comprando la entrada para indicarles que me subía a ocupar plaza.
Nada más acabarse las escaleras de acceso al vestíbulo del anfiteatro me encontré con la cola de los que esperaban para el bar. Al ritmo de público que entraba, me temí que la cola acabara llegando hasta el portero. ¡Qué locura!. Viernes de estreno nunca visto, o tan lejano en el tiempo (linealmente acumulativo con empírica propensión a enquistarse en vísceras, glándulas y articulaciones) y el recuerdo (de innata tendencia a olvidar ciertos acontecimientos y vivencias de modo que cuando vuelven nos parecen que sean desconocidos), como si nunca antes hubiese ocurrido, eso sí, exceptuando los días hito del reestreno de 'Titanic' (1997, James Cameron).
No hice más que sentarme y la avalancha de público se esparció por el anfiteatro como marea humana, ocupando asientos y cambiándose de sitio como primaverales mariposas polinizadoras. Con tanto barullo, el sonido resultaba meramente ornamental. Acabada la publicidad y durante los créditos de comienzo... la realidad se hizo patente: no se oía un pijo, así que entender lo que dijeran los tres canales tras pantalla se iba a presentar una misión imposible. Opté por bajar a por la llave de la cabina y subir a avisar al jefe de lo que estaba pasando porque su tiempo de haber bajado a auditar el ambiente ya se había cumplido. Sin embargo, dejar los asientos sin custodia era propiciar su colonización por ajenos. 'Si vieses tu casa arder y tuvieses en tu culo un avispero, ¿a dónde acudirías primero?', me vino a la mente. Sin embargo, organización conduce a consecución de modo que le pedí al matrimonio que ocupaba los asientos vecinos que, por favor, dijese a quien quisiese pasar para sentarse en ellos que estaban ocupados. "No hay inconveniente", respondió el señor, "pero poco podré hacer si no me hacen caso" (en su respuesta ví la experiencia y el conocimiento que dan la edad y lo vivido). "No se preocupe, si no le hacen caso déjelos pasar...", inculqué.
Cuando volví de la cabina me encontré dos buenas noticias: sonaba 'al punto de volumen' y los asientos seguían en el punto en que los dejé. Ahora era cuestión de que subieran mi taquillera favorita y su amiga, la de las películas recomendadas.
Pasó la acomodadora, acompañando a unos espectadores que ubicó en la fila de delante. Al verme, se vino hacia mi. "Eras tú el que tenía reservados los asientos", preguntó. "Sí, sí, para las muchachas", respondí justificadamente. "Ay, ay, de las orejas te tiraba yo", susurró, "ellas no van a subir y me has hecho cambiar de sitio a unos clientes que iba a sentar ahí", dijo mientras se volvía hacia la puerta de acceso para completar la acomodación de los últimos que habían entrado.
Dejé la agenda y el bocadillo en la butaca y bajé a la taquilla. Mi taquillera favorita estaba hablando con el jefe y saltaba a la vista que su amiga ya se había ido. Cuando me vió acercarme, asomó su cabecita por la ventanilla y me avisó: "No voy a subir que hoy tengo mucho trabajo por hacer". Regateé alegando que le había guardado sitio (total, para que el jefe lo supiera por otra boca... ya tengo una). "No, hoy no subo", rearfimó. Entonces, tarde, porque lo podía haber intuido al subir, y claro, porque mi experiencia resume que 'en boca de mujer, no es no y sí es ya veremos', vi que no había nada que rascar.
De vuelta al anfiteatro, agradecí al matrimonio la 'defensa' del acceso a las butacas y me disculpé por el mal resultado obtenido porque, al final, las chicas de la taquilla no iban a subir a ver la película.
En mi cine preferido, el ver una película con la sala llena ofrece el valor añadido de un ambientillo comunal, palpable y apreciable, que potencia el sentido de cualquier película que haya sido agraciada con el lleno. En ello me baso para el impagable momento que se vivió entre quienes, expectantes, asistíamos al desenlace de la investigación que tenía lugar en la capilla de Rosslyn:
La pareja protagonista está en el sótano de capilla, bajo cielo estrellado. Tras observar lo que allí se halla, él la mira y concluye ante la cámara: "Entonces, todo apunta a que eres la hija de ... ('censurado' para no desvelar el desenlace). Fue decir el nombre del padre y oírse un exclamativo, femenino y unitario "¡Halaaaa!". Oportuna y contextualmente impagable. Estas cosas ocurren, doy fe, en mi cine preferido y le dan un sabor propio y diferencial a las películas que allí se pasan y, si se tercia, se estrenan.
Es el caso. Eché de menos a mi taquillera favorita. Me hubiera gustado que hubiera participado de esta irrepetible experiencia.
Hechos y gustos al margen, para la próxima vez no reservaré asiento a nadie que no me lo haya indicado explícitamente. Códigos y signos a interpretar, desconsiderados a partir de este punto.
Sesión de cine club. Mi taquillera favorita estaba que no cabía en sí de gozo mientras entregaba los programas de mano a las personas que entraban a la sala. A poco de empezar la sesión, única, el portero vino al quite y la echó hacia arriba: "Venga, venga, para arriba, ya me quedo yo que está a punto de empezar". De modo que pudimos ver juntos la película desde comienzo. Las películas de las sesiones de cine club tienen atractivo doble, por sí y para mi.
'El algodón no engaña' resumiría la tónica de una película que empieza con un recolector de plantas que habla con ellas antes de llevarlas ante el médico ayurvedista. Si las plantas, antes de ser arrancadas, son respetuosamente informadas de que van a ser utilizadas para fines curativos en seres humanos... es innegable que se afanarán por dar los mejores resultados.
"He de volver a hacer yoga", dijo mi taquillera favorita mientras pasaban los créditos de final. "¡Cómo me ha gustado esta película!", concluyó. "¿Aún no siendo iraní?", apostillé. "No es la nacionalidad, es la temática", puntualizó. "Una temática documental, en este caso", regateé amistoso. "Pues deberían haber más casos", despejó.
"Me estoy durmiendo", comentó mi taquillera favorita. "A ver si salen de nuevo los perros porque es lo único que vale de la película", sentenció antes de pasarme la palabra con su silencio.
"Y los paisajes antárticos", rematé al vuelo verbal.
"Sí. Aunque los paisajes aparecen cuando salen los perros", resumió matizando.
Extensos paisajes antárticos y esforzados perros de tiro. Qué diferente todo ello de lo que tenemos en nuestro entorno urbanita: paisaje concreto y perros que tiran.
'Bajo cero' tiene el significativo mérito de, conviviendo con perros, invitarme a mirar hacia el horizonte en vez de hacia el suelo.
Estreno en mi cine preferido, síncrono, salvada la diferencia horaria, con los USA.
Cuando el jefe se suelta el pelo, los 'heavies' parecen 'cabezas rapadas'.
Mi taquillera favorita sonreía tras la ventanilla. No me engañé pensando que era por verme y me bastaron dos minutos para confirmar lo intuido: era porque había visto de escapada por la sala a Tom Cruise vestido de curita y paseando por el Vaticano... "¡Ah!, que guapo", fueron las palabras que acompañaron el suspiro que dejó ir como broche de su exposición. "¡Caramba!", se me escapó, "lo que hace un hábito, que no una costumbre". "Es lo que hay, cuestión de percha", remachó mientras abría un nuevo paquete de programas de mano. Un compañero de estudios, ahora padre de familia respetable, comentaba rajando que "con capucha, no hay mujer fea". Aquí y ahora, según parece, con sotana algunos están guapos. Cuestión de puntos de vista, de trapitos y de dónde se llevan puestos. Como no tenía el cuerpo para oír más comentarios al respecto del paseante vaticano, me fui a la sala.
Mi taquillera favorita subió en plena persecución nocturna de dos helicópteros entre un bosque eólico de molinos de viento alternativamente energéticos. La puse al corriente de lo que había pasado hasta el momento y retomó rápidamente el hilo de la trama, comiendo a dos carrillos y bebiendo con discreción para no taparse la pantalla con la botella de agua, que no quería perderse detalle. Ya no tuve que explicarle nada más... ella se hizo cargo del resto de la trama, no sin dejar ir exclamaciones de asombro en algunas de las escenas urbanas (¡qué bonito!) y otras emisiones satisfactorias cuando correspondía (¡qué guapo!).
A cinco butacas nuestro, a la izquierda, una pareja hablaba animadamente de sus cosas mientras miraban la pantalla y sorbían sus refrescos. Iban sobrados para la trama de la película y aprovechaban su excedente de procesador para comunicaciones locales en abierto, si bien podrían haberlo hecho en codificado porque enterarnos de lo que hablaban no invitaba precisamente a seguir escuchando. Cuando la acción aumentaba el sonido ambiente, ellos, concretamente él, subía el volumen de voz hasta el punto de que resultaba irritante. Como no pintaba que se les acabara el tema de conversación y la idea de aguantar tamaño chaparrón de interferencias durante lo que quedaba de película más que desmotivadora era deprimente, mi taquillera favorita se acercó hasta ellos y les invitó a que fuesen más reservados en sus emisiones conversacionales.
Aplacado el frente siniestro de interferencias, nos volvimos a concentrar en la película... que la trama da vueltas de tuerca y has de estar a la última para no considerar 'amigo' a quien ya no lo es. Poco dura la alegría en casa del pobre. Cuatro filas más abajo, a la derecha, otra pareja empezó a tontear con el móvil. Igual llevaban tiempo pero no nos dimos cuenta hasta que los de la izquierda se civilizaron. Los del móvil, aparte de los 'jo, jo, jo' y 'ji, ji, ji' que intercambiaban nivelados con el sonido ambiente, lo tenían encendido, no sé si para mirar la agenda o, a saber misterios de la incontinencia, para realizar alguna compulsiva votación por SMS. Esta vez me tocó a mi bajar para reconducir su comportamiento, acústico y lumínico, hacia uno menos interferente.
Dado que la película es larga, 126 minutos, aún pudimos ver una buena parte sin padecer más molestias.
Misión imposible en el cine:
Poder ver una película sin otros ruidos, sonidos o reflejos ajenos a la película que no sean propios de uno o de quienes acompañan. Sentirse como en casa no ha de suponer molestias para con los que están en la vecindad. O... ¿es que sentirse como en casa consiste precisamente en molestar?
Acabada la película, mi taquillera favorita se levantó, se sacudió la falda de migas y sentenció: "La mejor de las misiones y, por supuesto, mejor que 'La guerra de los mundos' del Spielberg". El cine es intercambio de opiniones, así que respondí, inquirí: "Mejor que la segunda pero ni tanto así como la primera. Sin embargo, misiones aparte, ¿Qué tiene que ver 'Misión Imposible III' con 'La guerra de los mundos'?". Su respuesta fue certera, casi letal: "Tom Cruise. Aquí es él. En 'aquello' no sé bien quien era". A veces, en opiniones, no hay que hurgar demasiado que para gustos, los colores, pensé, evitando así entrar en un pozo de comentarios sin fondo (el pozo, no los comentarios). Fue ella misma la que sacó la pelota fuera del área: "¿Te has fijado en que la mujer de Ethan Hunt (Tom Cruise) se da un parecido a..., ¿cómo se llama?, bueno, es igual, a la mujer de Tom Cruise?". ¡Ah!, esta sí que me la sabía. "¿Katie Holmes?", propuse. "Eso, eso, la actriz que hace de mujer se da un parecido a la Holmes", remató mientras bajaba las escaleras para volver a la taquilla y ultimar el cierre. Yo me quedé en la butaca, anotando en la agenda, para que no se me olvidara para cuando la crónica.
Es dura la vida del cronista cinematográfico pero, no nos engañemos, podría ser peor: podría estar lloviendo.
No todo está en la película; la sala, el personal y el público conforman la sensación que nos queda de una película... y es que en mi cine preferido las películas se ven y saben especial, sobre todo por la presencia inspiradora de mi taquillera favorita.