La dalia negra
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Árboles para todos, dijo tu amigo mientras el coche se alejaba y el peatón se santiguaba", comentó mi taquillera favorita, mirándome con su habitual y agradable sonrisa. "Tuvisteis suerte, mucha suerte", añadí cumplimentando la protocolaria frase de seguimiento de conversación como envite a que ella prosiguiera su narración entrando en detalle y, de paso, esperando que no volviera a sacarme el llagado tema de 'hace ya mucho tiempo que no os véis'. "Me sorprendió tu amigo... no le hacía ecologista. Eso de 'árboles para todos' me induce a pensar que si todos tuviéramos un arbolito al que cuidar con mimo seguro que no llevaríamos tanto estrés en el cuerpo, sobre todo al volante que es de los puntos más peligrosos", dijo de corrido, haciendo converger realidad, lo que vió y oyó, y suposición, lo que le pareció que quería decir la escueta frase espetada por el pasado amigo mío. "
Árboles para todos y cada uno, solía decir", amplié complementariamente. "Eso, eso fue lo que dijo realmente; lo que pasó es que lo de "y cada uno" lo dijo más bajo y el ruido del coche en la rotonda próxima me lo tapó ligeramente, vamos que en su momento no entendí lo que dijo. Ves, con esto se confirma que el comentario de tu amigo iba dirigido a los que conducen sin tener en consideración a los peatones. Si tuvieran un árbol del que cuidarse, seguro que no irían tan tensionados porque un árbol es algo que crece a base de tiempo, calma y constancia; y quien lo cuida acaba impregnándose de sensibilidad y paciencia. No me esperaba este sagaz razonamiento de tu amigo, lo hacía más visceral pero ahora veo que es más sensible. Por cierto, hace ya mucho tiempo que no os véis", dejó ir irrevocablemente. Por mi parte, callado silencio a su envite sobre el mucho tiempo transcurrido y discreta callada sobre la proyectada interpretación de lo que en realidad había tras el fragmento de frase que mi taquillera favorita había oído en su auténtico y natural contexto urbanita a mi amigo: '
Árboles para todos y cada uno, así os estrelléis' era su expresión completa; sí, era partidario de que hubiera disponible un árbol, nada de arbolito, para que cada uno de esos acelerados personajes tuviera asegurado un lugar contra el que estrellarse y así dejar tranquilos a los demás. Según parece, no ha cambiado en esencia aunque sí ha cambiado en percepción exterior; ahora mi taquillera favorita lo ve como ecologista concienciado... cosas de la llamada proyección de personalidad: nos gusta vernos en los demás aún a riesgo de ver lo que nos gustaría ver en vez de lo que hay.
En estas, una clienta le comenta a mi taquillera favorita que viene a ver la película por segunda vez. La había visto de estreno y aprovechando que se reponía en mi cine preferido venía a repetir "porque tiene mucho diálogo, y hay que estar atenta. A mi me gustan las películas con diálogos y hoy en día no hay muchas películas como ésta". Mi taquillera favorita le despachó la entrada (la mujer venía sola) acompañada del comentario: "La veré en esta sesión, antes no puedo. Y me han dicho que está bien". Deduje que su fuente de opinión ('me han dicho que...) había sido su amiga, que se encontra con ella en la taquilla pero recogiendo para irse a casa. Mientras la mujer se dirigía hacia el portero, mi taquillera favorita razonó: "Si esta mujer viene a verla de segundas, puede que hasta me guste". Callé doblemente, por no continuar la arbórea conversación urbanita inicial y porque habiendo leído previamente la novela de James Ellory preveía que la película iba a ser una historia negra que, cual tormentosa nube, se iba a cernir sobre la buena disposición de mi taquillera favorita para hacerla pasar un mal rato. La mano de Brian De Palma auguraba que no iba a quedar títere con cabeza en lo que ya se preveía una merienda de negros.
No va más señores, hora de inicio de sesión. Dejo a mi taquillera favorita despidiéndose de su amiga y me subo hacia el anfiteatro dispuesto a experimentar sensorialmente la conversión de una novela de negra ficción histórica en una película. ¿Cómo resolverá el director el descubrimiento del cadáver en el solar?. Emoción, intriga; dolor de barriga.
Por de pronto, el Jefe se ha puesto a tono y ambienta al público presente con un pase negro, entre la publicidad y la película, anunciador a las claras de que la película va a ser en cinemascope (el tiempo de sustituir ventanilla y lente de panorámico por las de cinemascope y 'calzar' la milagrosa lente anamórfica que abre la imagen a toda la extensión de la pantalla).
Las escenas de altercados de comienzo ya hacen abrir los ojos y marcan el estilo narrativo de la película: las letras de créditos no parecen estar presentes en pantalla porque la imagen de lo que acontece acapara la atención. Brian De Palma ya avisa de que va a hacer magia... ofreciendo quites de diversión a los sentidos para que la atención del espectador deba optar por lo que centrarse y que, por tanto, no perciba todo lo que hay en pantalla.
Mi taquillera favorita está ya a mi lado. El encuentro del cadáver en el solar está resuelto con un majestuoso plano grúa, tan narrativo como visual, tan premonitorio como onírico, y la morbosa descripción del cadáver que en la novela fija los comportamientos de los personajes aquí se ha convertido en una morbosa concentración de personas que ocultan la visión del cuerpo a la cámara pero que, por los rostros y comentarios, le transmiten al espectador lo espeluznante del hallazgo. Arduo trabajo de adaptación de la novela; opto por intentar olvidarme de lo que acontece en la novela y me concentro en dejar que la versión cinematográfica haga su trabajo y genere su propio poso.
"¿Sabes que no está permitido encender la luz del móvil en la sala?", me susurra mi taquillera favorita; más por evadir un momento la tensión de lo que ve por pantalla que por la salvaguarda de la normativa interna del local ante mi toma de notas 'in situ', durante la proyección, a la tenue luz de la iluminación del móvil. "¡Qué trabajo más malo!", deja escapar mi taquillera favorita en referencia a la investigación del asesinato y de lo que va sacando a la luz.
Veinte minutos antes del final, mi taquillera favorita se anima a anunciarme el asesino. La escucho con la serenidad de quien sabe el desenlace y, en vez de adelantarle que se está equivocando de todas todas, le respondo con la calmada complicidad de quien no quiere desvelar la gracia de un concienzudo drenaje de las cloacas del comportamiento social más establecido.
Descubierto el pastel, chafada la guitarra premonitoria de mi taquillera favorita, la escena final se permite una licencia De Palma que completa la terna de toma con cámara giratoria del interrogatorio y de la cámara lenta en la escena desenlace de las escaleras (que se esté haciendo una adaptación cinematográfica no quita que el autor pierda su identidad, más cuando se ha aplicado comedido pero elegante, contenido pero con firme pulso narrativo) y mi taquillera favorita no espera a que aparezca la palabra FIN para levantarse y empezar a recoger sus pertenencias no sin dejar ir un sentido "¡Madre mía, que hartón de sufrir!". No puedo esperar a que se enciendan las luces para preguntarle si le ha gustado. "Está muy bien pero se sufre mucho", resume mientras las recién encendidas luces de la sala evidencian la seriedad de su expresión. "La que vimos en Sitges", en referencia a 'La novia dividida' (2006, Joan Marimón), "está mucho mejor; la ví, la degusté, sin tanto sufrir". Iba a comentarle que no mezclase géneros, medios y autores pero con un "ésta me ha hecho pasar un mal rato" dio por terminada la conversación y se bajó hacia la taquilla como alma que lleva el diablo.
Me encuentro en el vestíbulo, esperando que terminen de recoger en la sala. Aparece el portero a dejar la linterna. Me siento periodista y le pregunto por su parecer: "Es densa. Yo la he visto dos veces y aún hay cabos que no acabo de atar pero es que no la he podido ver de seguido". Normal, pienso; anoto.
Aparece el Jefe que viene de cerrar la cabina y su respuesta al periodista en ciernes es: "Me he perdido porque la he visto a trozos". Anoto, no opino; normal, pienso.
Obsesión, amor, corrupción, avaricia y depravación en torno a un brutal asesinato. Pienso en mi taquillera favorita: come bocadillo vegetal y piensa que quien habla de árboles para todos es un ecologista. Normal, deduzco, que no haya sido plato de su gusto. Y sin embargo, concluyo, es lo que hay.
El laberinto del fauno
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Llegué a Sitges justo cuando estaba a punto de terminar la sesión de inauguración del Festival. Recogida la acreditación, me estaba tomando un cortado en la cafetería del Gran Sitges mientras repasaba la programación y, curioso y emocionado, empezaba a preparar el calendario de asistencia del día siguiente cuando por encima del murmullo de conversaciones que me circundaba oí que me llamaban. "Ya empiezo a estar cansado después de tanta carretera desde Madrid", pensé como pensamiento reflejo asociado al acto de girar la cabeza hacia el punto que el sistema auditivo indicaba como origen de la llamada. Allí, en una de las mesas, estaban sentadas dos mujeres de buena presencia; una de ellas, sonriendo y con una tacita en la mano, miraba hacia dónde me encontraba. Conjurada la posibilidad de que tuviera un principio de percepción auditiva imaginativa y pasada la sorpresa de que alguien me reconociera en el entorno del hotel, identifiqué a quien me miraba: era la directora del centro asistencial en el que está residente mi tía. Tuvimos el tiempo justo de saludarnos e intercambiar cuatro frases porque el segundo pase de la película de
Guillermo del Toro, esta vez sólo para clientes de la caja de ahorros que capitaliza la venta de tele-entradas del festival, estaba a punto de dar comienzo y no querían ser de las últimas en entrar para así optar a un asiento centrado en una sesión que prometía afluencia de público. Este año, iba a ser distinto: no había podido asistir a la gala de inauguración por motivos profesionales (un viaje a Madrid que, albricias, me había permitido saborear '
Un corazón de oro', un claro ejemplo de lo que la administración denomina conciliación laboral-personal) y tampoco iba a poder asistir a la gala de clausura porque a esa hora estaría, ¡oh, albricias!, con mi taquillera favorita y un nutrido grupo de amigos para hacer los honores en la presentación de una película de nuestro amigo guionista (momento histórico doble, por la presentación de la película en el marco del Festival de Sitges y porque mi taquillera favorita iba a dejar la taquilla un día de cine).
He seguido a Guillermo del Toro por 'Mimic' (1997), 'El espinazo del diablo' (2001), 'Blade II' (2002) y Hellboy (2004). De ellas, 'El espinazo del diablo' me dejó buen sabor, quizá por ser una producción de 'El deseo', quizá por destilar ambientación aborigen y situar la acción en territorio autóctono o porque fuera una película que Guillermo hizo propia por algún desconocido motivo que se escapa a mi conocimiento.
Cinco años después de aquella bomba que cayera en el patio del orfanato, Guillermo del Toro, esta vez como guionista único, revuelve la Guerra Civil con una fantasía cruelmente real, participada en la producción junto con, entre otros, Alfonso Cuarón y presentada bajo el auspicio del Festival de Sitges 2006 (edición ésta que también ha servido de antesala a la predictora 'Hijos de los hombres', en lo que se podría denominar "el año, o la edición, Cuarón").
Al mes, casi, de estos acontecimientos y cuando ya daba por perdida la película, el Jefe se descolgó con 'El laberinto del fauno'; así son las cosas, en mi cine preferido.
Sábado. Sesión de noche. Aparezco enfundado en el canguro que un leve rebrote de frío me ha hecho sacar del armario. Llego expectante y me encuentro con una cruda realidad que raya lo fantástico: mi taquillera favorita de cara larga y el portero de manga corta.
Por partes.
Primero de todo, saludo a mi taquillera favorita. "El tráiler era cinemascope y la película es panorámica", responde mientras ordena papeles tras la ventanilla. Cara larga, mal rollo; ordenando papeles, muy mal rollo. Se impone el cambio de tercio porque el toro del panorámico es muy difícil de lidiar en su plaza. "Esta película inauguró el Festival de cine de Sitges, cosa de días atrás", dejo ir a modo de capote (omito que me encontré con la directora de la residencia en la cafetería del hotel, queda fuera de contexto). "Hay una apatía general, tienen esas teles planas, las pelis piratas... y ya no vienen", plasma sentenciadoramente tres causas origen de la falta de afluencia de público. La cruda realidad no da para más, al menos por ahora.
A continuación; me dirijo hacia el portero, antesala de lo fantástico: "¿Frío?. ¡Qué va!", responde a mi 'Hola, hola. ¿No tienes frío?'. "Todo es cuestión de mentalización", se explaya, "piensa que no tienes frío, y no tendrás frío; piensa que no tienes hambre, y no tendrás hambre". Le tomo la pauta del silogismo: "Piensa que tienes dinero...". "No me líes", comenta sonriendo, "no van así las cosas de mentalización; has de aplicarlas a cuestiones que tienes pero no quisieras tener, simple y llanamente". Dado que mi poder de autosugestión es parco y todo lo que me explique no servirá para mucho, véase que él está en manga corta y yo voy con la cremallera hasta el cuello, señalo hacia el cartel de la película: "¿Es de miedo?", le pregunto mientras con el pulgar señalo hacia mi taquillera favorita (si es de miedo no subirá a verla). "No, es una fantasía real", sintetiza mientras corta la entrada de la pareja que acaba de llegar proveniente de la taquilla.
Finalmente, a poco del comienzo de la sesión, me dirijo nuevamente hacia la taquilla para ultimar con mi taquillera favorita. "No me tardes", le comento rápidamente entre cliente y cliente. "Vale, vale... en cuanto acabe aquí", me responde mientras me hace señas para que vaya subiendo.
Arriba, en la sala.
Nuestro sitio habitual estaba tomado por unos jóvenes así que me quedé a medio camino y cerca del pasillo para así poder interceptarla cuando subiera. Cuando quise darme cuenta, ya me había terminado mi bocadillo y ella aún no había hecho acto de presencia.
En pantalla, la realidad y la fantasía se sucedían como la noche al día, una tras de otra. Las vicisitudes del cada vez más crudo mundo real de los adultos se intercalaban entre las del cada vez más real mundo de fantasía de la niña, hasta que la realidad engarzó con la irrealidad, allá en el laberinto, encajando una en otra como si fueran complementarias y necesarias para el crudo desenlace, como si las partes fantásticas hubieran sido en realidad premoniciones metafóricas de los acontecimientos desarrollados en mundos paralelos, relacionados y dependientes.
Estaba relamiendo el final, pieza de relojería argumental, cuando me percato de que mi taquillera favorita ha brillado por su ausencia. Una incomparecencia que quizá debí detectar en su "Vale, vale..." pero que me pasó desapercibida, posiblemente, como consecuencia de que aún no he conseguido rasgar la cortina de fantasía con que la imaginación me sigue manteniendo separado de la adusta realidad adulta circundante y que la niña protagonista encarna a la perfección, con una mirada infantil inocente pero perturbadora, que se resiste a separarse de la magia de lo posible entre lo imposible cuando el mundo de las hadas y de los hados confieren un universo, tal como aparece reflejado en la pantalla, de halo perverso y desasosegante.
Inicio el descenso hacia la salida pensando que el título describe la encrucijada laberíntica en la que el guión proyecta su calidad de fauno, de deidad oracular capaz predecir el futuro que le era revelado durante los sueños o por medio de voces sobrenaturales que salían de arboledas sagradas.
Abajo, en el vestíbulo.
Cuando llego al vestíbulo me encuentro con mi taquillera favorita: "No he subido porque si la veo, no duermo; es demasiado real para ser fantástica", me comenta con una sonrisa descriptivamente excusadora antes de entrar a platea para echar una mano en la revisión de butacas precursora del cierre.
"¿Es de miedo?", le había preguntado hacía cerca de dos horas al portero en aquel mismo lugar mientras con el pulgar señalaba hacia la taquilla. "No, es una fantasía real", había sido su acertada respuesta.
Una fantasía tan real que físicamente empiezas ubicado en el mundo real adulto para no dejarte enmarañar por las fantasías infantiles y, anímicamente, acabas aferrado a la componente fantástica en un intento de conseguir sobrevivir en la ciénaga de enfangada crueldad de una historia que, gracias a Dios, ofrece una prueba de vida antes de la palabra fin.
El diablo viste de Prada
El pañuelo de cuello le caía grácilmente, complementado con una leve sonrisa de satisfacción interior que traspasaba el cristal de la taquilla. No pude por menos que comentárselo, eso sí, envuelto de cierto tono poético (que quien no ha sido agraciado por la física, naturaleza o ciencia, ha de aprovechar toda ocasión de lucir las habilidades creativas de su emoción).
"No seas tonto", me dijo mi taquillera favorita, difuminando el aura poética de mi intangible visión emotiva y devolviéndome al tangible mundo físico. "Lo que me has descrito tan metafóricamente no es una sonrisa, es un rictus debido al latigazo lumbar que padezco en estos momentos y desde hace unas horas", amplió extendiéndose. "Hasta tengo un cojincico para que me retenga la zona lumbar porque tanto tiempo sentada no me facilita precisamente la recuperación", completó apartándose levemente hasta que los picos del cojín aparecieron entre su espalda y el respaldo de la silla.
'El corazón de una mujer es un profundo océano de secretos', frase del diálogo de Titanic (1997, James Cameron) vino a mi memoria como boya que aflora a la consciencia tras ser liberada por una turbulencia marina de las algas que la retenían en el fondo del recuerdo; clara situación de sinapsis cinematográfica sensorial que evidencia cómo cambia el sentido de las cosas, según uno se aplique a la interpretación contextual de lo que, física o conceptualmente, tiene delante: lo que para mi era una sonrisa de satisfacción interior no dejaba de ser la exteriorización de un malestar interno; cierto, uno ve lo que desea ver a pesar de estar viendo lo que es.
"Debe estar bien porque sale uno muy gracioso de ¿Bailamos?", comentó animadamente mi taquillera favorita prometiéndoselas felices por el hecho de que apareciera un actor que había tenido la suerte de hacer un papel simpático en '¿Bailamos? (Shall we dance?)' (2004, Peter Chelsom), película que para ella se ha establecido en 'el no va más', en su película de cabecera, en su film de referencia y en evidente referencia de nuestras diferencias.
Ya en la sala, no hube de esperar mucho para que la silueta de mi taquillera favorita apareciera en el anfiteatro dando el efecto de estar recortada sobre la pantalla para, aprovechando una escena clara que iluminaba perfectamente la sala, subir rauda para sentarse casi sin saludar pues en escena estaba 'el de ¿Bailamos?'.
La proyección se desarrolló en silencio (la amiga había estado en la sesión anterior de modo que me libré de corrillos comentaristas de apreciaciones subjetivas sobre los complementos ornamentales perfectamente encuadrados que iban desfilando por pantalla, plano tras plano, escena tras escena) y me permitió sumergirme en la esencia de la historia, más allá de las cuestiones de moda y modelitos sobre las que gira la trama visible: en ese entorno de empresa referente de 'alta costura' encontré reminiscencias reconocibles en cualquier otro entorno de 'alta lo que sea' (sea tecnología, sea genealogía, sea habladuría); porque el entorno "fashion" no lo da la moda sino los modos de quienes en él están y el entorno es cualquier zona del espacio en la que coexistan dos o más seres humanos.
Me sentí identificado con quien se va liando cada vez más con la cuerda rotulada con la autoexcusa de 'He de hacerlo, no tengo elección'. Lo único que rompía el hilo de conexión con la realidad era el que no se viese la recarga de los móviles.
El Jefe brilló por su ausencia. "Está muy liado, no va a tener ocasión de verla", me comentó brevemente mi taquillera favorita y por cómo volvió la mirada hacia la pantalla deduje que la película no le estaba interesando. Bien parece que el estigma de ¿Bailamos? marca nuestras diferencias porque yo estaba concentrado en seguir las andanzas de las dos féminas principales, dos leonas de diferente generación pero de convergente convicción en su representación.
Acabada la proyección, (lástima que el sendero crítico que recorre el hediondo bosque moral de personajes que pululan por pantalla se convierta al final en una autovía moralista que desmerece ligeramente la vitriólica función presenciada y sustentada por las dos protagonistas antagonistas, cada una en su bien defendido papel), mi taquillera favorita se levantó cuidadosamente pues tanto tiempo sentada le había fijado la postura y enderezarse le conllevó molestias. "No está mal pero ¿Bailamos? le da 15000 vueltas", dictaminó mientras conseguía la verticalidad ayudándose con las manos sobre la zona lumbar. "¿15 o 1000, has dicho?", recabé. "Ni 15, ni 1000; 15000", respondió mientras con el dedo índice derecho señalaba certificadamente hacia el techo de la sala. "Y a tu amiga del alma... ¿qué le ha parecido?", pregunté antes de iniciara el descenso. "Nos quieren hacer pasar por tontos", resumió con un tono de voz y una gesticulación propia de su amiga para, una vez cortada la emisión sonora de la s final de tontos, iniciar su descenso hacia el vestíbulo. Por mi parte, me senté nuevamente y procedí a dejar constancia en mi agenda porque ultimamente voy muy atrasado en la redacción y si no es por las notas luego no puedo precisar los momentos o los pensamientos significativos.
"Ya no compramos por envidia, sino para dar valor al tiempo", reza el titular de una entrevista a Gilles Lipovetsky que me ha llegado a las manos por una de esas carambolas que el destino tiene a bien hacer cuando le rota, coincidente con la cuestión de '¿Porqué compramos un bien y no otro?'. Respuesta táctica que se me viene a bote pronto: ¿Porque uno es de marca y el otro no?. El entrevistado expone que según parece hemos entrado en una fase en la que gastamos en todo y rápidamente porque queremos una experiencia que nos permita olvidar las amarguras de la vida. Estamos ante una hiperindividualización del consumo, una etapa del consumo en la que cada uno quiere su móvil, su coche, su televisor, SU lo que se deje consumir; eso sí, fácil y rápidamente. Hasta aquí, el consumo venía determinado por la pertenencia a una determinada clase social que condicionaba las decisiones de compra y marcaba una normas de grupo que había que respetar. Ahora, estos condicionantes parecen haber desaparecido y todos, pobres y pudientes, quieren marcas (en bienes) y denominaciones (en servicios). Antes se quería obtener un beneficio simbólico (se compraba por envidia, para ostentar status) pero ahora se busca un consumo emocional que motive la búsqueda, que no la consecución, del bienestar. Las novedades llaman la atención y las empresas ofrecen personalización y especialización. Así, de los supermercados hemos pasado a las grandes superficies especializadas como Decathlon o Ikea sin que el pequeño comercio deje de tener su futuro pues, grandes o pequeñas, las tiendas ven su oportunidad de negocio posicionándose en los llamados productos de nicho. Por su parte, el consumidor ve en el consumo una terapia de la que no percibe su componente de círculo vicioso: viajamos más, gastamos más pero estamos insatisfechos; con lo que nos volcamos de nuevo en el consumo.
Conclusión particular: el comercio busca ofertar productos de nicho que el consumidor fagocite; así, en conjunto, comerciantes y consumidores, todos estaremos más cerca del nicho.
La prueba del crimen
"Esta película es la hostia; la gente sale con la cabeza baja", me comentó mi taquillera favorita mientras ordenaba los programas de mano. Con el tiempo he aprendido que cuando ordena los programas es que viene poca gente. "Si
Tarantino dice lo que pone en el cartel...", dejé ir con un hilo de voz en un intento de dar a la conversación un aire académico, de entendido en materia, posiblemente como resaca anímica de los trepidantes días pasados a caballo y contrarreloj entre dos coquetos pueblecitos barceloneses, playero el del festival de cine y costero el residencial de mi cine, dada mi acreditación como cronista independiente, 'free-lance' técnicamente divagando, durante el festival de cine Sitges'06.
"Si tuviera que entrar pagando, no entraba; estas películas no me van", nos dijo en un susurro confeso la acomodadora antes de entrar a la sala tras haber entregado a mi taquillera favorita, en envuelto paquetito, el lote de revistas del corazón, porterismo ilustrado publicado, que de buena tinta sé que intercambian y comparten durante las largas sesiones de poco público.
"Para mí se han acabado los bocadillos de chorizo con chocolate", lancé al cambio de conversación en un intento de hacerme el interesante y, de paso, mártir. "Podía estar bueno pero de seguro no era nada bueno; ya tuviste tu momento, así que no te hagas el mártir y aplícate en la dieta mediterránea. Fíjate en el mío: queso con lechuga. Un bocadillo vegetal, natural, que no hace daño. Y la leche de soja, pero de soja de la herboristería que no del súper, que ésa es transgénica", resumió convencidamente. Me temía una relación de elementos ingeribles como alternativa a las pastillas para el colesterol que me han sido recetadas recientemente cuando llegó una joven que abrió una nueva vía de diálogo.
La joven resultó ser una vidente a la que mi taquillera favorita consulta en busca de luz referente. Las dos mantuvieron una animada conversación en torno a los avatares venideros que planean sobre la película que mi amigo guionista tiene ya terminada pero en dique seco por falta de distribuidora que se anime. Interesado, escuchaba lo que comentaban pero consciente de que nada de lo que allí se dijera podía ver la luz, ni verbal personalmente, ni publicado públicamente.
La hora de comienzo pasó a nuestro lado como una exhalación, de modo que la joven ultimó la compra de la entrada y se dirigió hacia el portero. "Ni una palabra de todo esto", le recordé a mi taquillera favorita. "Sí, lo sé", corroboró. "Ojalá no se equivoque", dijo mientras se señalaba el reloj y desde la sala nos llegaba el amortiguado sonido de la cabecera de presentación de la distribuidora, acústica introducción anunciadora del inicio de la película.
La cosa empieza bien pero a base de "taco, retaco, taco" (toda palabra va precedida de puto en sus combinaciones de género y número, y, siempre que se tercie, o sea, cuando el personaje se siente con ganas de decir tres palabras, precedida de jodido en sus variantes y acepciones) y de escenas pasadas de sangre, tiros o golpes, mi interés fue decayendo hasta casi rodar parejo con mi ánimo escaleras abajo.
En esas, mi taquillera subió y aguantó, estoica, el chaparrón. Por pantalla iban desfilando pasados, como si una pasarela de idos fuese. "¡Anda que tres días nos esperan!; a mi estas películas no me gustan", susurró a poco de acabado su bocadillo vegetal naturista. Justo a tiempo antes de que se nos uniera, solidario, el Jefe.
El Jefe duró poco. Alegó que tenía que hacer algo en la cabina y se esfumó. Mi taquillera favorita quiso aprovechar la coyuntura desertora e hizo el amago de levantarse; acción que no pudo completar porque amablemente la retuve en la butaca. "Porque me he dejado las gafas en casa y no puedo leer", alegó bajito aceptando mi propuesta de aguantar en el puesto hasta el final.
Cual vidente preclara, mi taquillera favorita se levantó síncrona con la aparación del liberador 'Fin' y no habían aparecido los primeros créditos cuando ya había desaparecido de la vista. Por mi parte, me quedé anotando las vivencias en la agenda . "El director dedica la película a Sam Peckinpah, Brian de Palma y Walter Hill", apareció en pantalla a modo de despedida de los créditos. 'Caramba', pensé, 'quizá si sólo se hubiese centrado en uno de ellos podría haber hecho una película más consecuente'. Estaba anotando la dedicatoria en la agenda cuando junto con el oscurecimiento de la pantalla por el fin de la cola en la cabina, se apagaron las luces de la sala por el fin de la recogida de butacas en platea; así que tuve que apresurarme en recoger mis pertenencias a ciegas e iniciar el descenso hacia la salida con la siempre a mano luz de la pantalla del móvil.
Iba por el vestíbulo del bar cuando me encontré con el portero que venía en mi busca. "El Jefe ya está para cerrar la puerta de la calle. Hemos terminado tarde porque la película es larga pero hemos acabado pronto porque no había mucho que recoger; como con el ruido que arma no es posible conciliar el sueño, no tiene sentido entregar el globito", me comentó mientras bajábamos el último tramo de escalera. La referencia al globito venía a cuento de un comentario mío de hace años al respecto de entregar un globo a cada aguerrido cliente que entrara en una película tostón para así, caso de que cayera en brazos de morfeo, poder localizarlo en la inmensidad de la sala evitando que se nos quedara descolgado en el local.
Al día siguiente, en el frontón, comentaba la anécdota con mi amigo guionista y le hacía partícipe de la cuestión que en la oscuridad de la sala se me planteó: "Tendrás que aceptar que no te diga lo que comentó la vidente al respecto de tu pacto cinematográfico pero lo que sí te comentaré es la gran duda que se me planteó una vez vista la película... ¿Cómo es que la vidente no vió el rollo que era?". Mi amigo guionista, escuchó en silencio lo que le contaba para, mientras tensaba el protector de esparadrapo de los nudillos, decir certero: "Puede que le guste ese tipo de cine". "Puede", asentí.
Salvador (Puig Antich)
El Jefe, indudablemente, iba por buen camino: había programado 'Salvador' cuando estaba entre las candidatas a representar a España en la 79 Edición de los Oscar de Hollywood, en la categoría de película de habla no inglesa. Sin embargo, el día de la proyección ya se había desvelado el resultado de la elección y, una vez vista, no me extrañó su descarte, no porque careciese de méritos, al contrario, sobrada estaba, sino porque hay cosas que, intuyo en mi mal pensar habitual en estos tiempos de parloteo congresista plagado de descalificativos y aderezado de cuñas radiofónicas tidldadas de divulgativo-formativas pro-unidad, que en el centro no se iba a seleccionar una película que tuviese diálogos, aunque fuesen fragmentos, en la lengua vernácula de quienes dejaron a merced del destino y sin noticias de Dios a los soldados del Rey en Flandes. (Léase
'Alatriste' , 2006-Agustín Díaz Yanes ).
No adelantaré más acontecimientos y seré narrador cronológico. Me encontraba junto a la ventanilla mientras mi taquillera favorita atendía a quienes hacían cola ante ella. Como tenía para un tiempo, me acerqué a saludar al portero.
Esperé a que pasasen los clientes que le entregaban la entrada. Me llamó la atención que a bastantes, aunque no a todos, los previniese sobre el sentido de la película. "Es que hay personas muy sensibles y puede que les afecte porque es fuerte", me argumentó a vuelta de mi pregunta al respecto. "Pero no se lo dices a todo el mundo", seguí la cuestión. "Bueno, a los habituales que sé vivieron el momento sobre todo y a quienes no siéndolo entiendo, por psicología de ver gente día tras día, que les puede afectar", completó su razonamiento. Poco más pude añadir. Él, en cambio, sí supo acabar su exposición con un epílogo digno: "Buena gente tenemos hoy: buena película, buena gente".
Volví a la taquilla que ya aparecía más despejada. Cuando llegué, mi taquillera favorita despachaba a un grupo de tres señoras jubiladas y pude oír como una le decía: "Ay, hija, gracias por prevenirnos pero nosotras ya sabemos lo que vamos a ver porque lo vivimos en su tiempo y lugar; quizá tú no porque eres muy joven pero era lo que había en aquella época y aunque las cosas parecen haber cambiado no hemos de olvidar lo malo para que no se vuelva a repetir". Mi taquillera favorita, que escuchaba con una agradecida sonrisa en los labios, indudablemente auspiciada por retazos tales como "Ay, hija" y "eres muy joven", les preguntó acto seguido: "¿Y no les afectará el revolver en los recuerdos?". La señora le dedicó una sonrisa comprensiva antes de responderle: "Criatura, a nosotras ya no nos afecta el recuerdo, nos afecta el olvido, el temor a que se vuelva a repetir; no por nosotras que ya ves estamos de vuelta, sino porque oímos a los políticos y vemos a la juventud de ahora y nos parece como si el tiempo hubiese tapado de hojarasca la boca de la alcantarilla y cuando menos se espere alguien pueda volver a meter la pata en ella". Discretamente, mientras hablaban, saqué mi agenda roja y empecé a anotar lo que estaba oyendo, sabedor de que por cuestión de un cursillo iba a estar una temporada sin poder transcribir la crónica y no quería que la memoria me jugase la mala pasada de alterar los acontecimientos presenciados. Cuando terminé las anotaciones, vi a las tres jubiladas hablando con el portero. "Ay, joven, gracias por prevenirnos...", me llegó desde la distancia que media entre la puerta de acceso a la sala y la taquilla, proveniente de la portavoz del grupo. 'Cuando sea mayor me gustaría tener la sabiduría de esa señora para responder razonado e inalterado, como si fuese la primera vez que me hacen el comentario', pensé conocedor de mi. "Estas señoras son encantadoras", comentó mi taquillera favorita antes de recordarme que ya era la hora de inicio.
Una vez en la sala, tras los créditos de la distribuidora, la luz de la pantalla, cual mecanismo de Star Trek, me teletransportó a 1973... fotografía rojizo otoñal, patillas y barbas, Seat 124, jerseys de cuello, canciones del momento y ambientadas escenas de manifestantes entre caballos, botes de humo y porras en un cinemascope que extiende el recuerdo hasta dónde la vista de la memoria alcanza a recuperar.
Mi taquillera subió y se sentó dando rápida y silenciosa cuenta del bocadillo de queso con lechuga que últimamente conforma su menú de cine preferido. Poco había que comentar, las imágenes hablaban por los presentes y ausentes.
Se nos añadió el Jefe, aparecido por la puerta lateral de acceso a la cabina. Mi taquillera favorita, sabedora de su buena memoria le consultaba detalles al respecto de situaciones, lugares y personas no necesariamente relacionadas con la trama de la historia pero sí con el momento de la acción.
Noté que mi taquillera favorita empezó a rebullirse en la butaca cuando los sables de los integrantes del encojonado consejo de guerra se arrastraban sobre la mesa mientras sus portadores desfilaban por el encajonado pasillo que conformaban las sillas arrimadas contra la inamovible pared y la maciza mesa de la oficialidad vigente.
Al poco, con la llegada del verdugo, mi taquillera favorita empezó a recoger los restos del reparador ágape naturista que había ingerido poco hacía. Mientras, por pantalla, el verdugo recopilaba los elementos que conformarán el garrote, me vino a la cabeza que 6 años antes de los hechos que estábamos "revisitando", en 1968 en concreto, Stanley Kubrick había planteado en su '2001: Una odisea del espacio' la presencia de un elemento oscuro, el monolito de medidas proporcionalmente simbólicas, que las inteligencias espaciales utilizaban como interfase para interaccionar con el medio físico para llegado el caso, tal como se apuntará en '2010: Odisea 2' (1984-Peter Hyams), partiendo de los elementos disponibles en el lugar llegar a crear un hábitat en el que la vida pudiese desarrollarse naturalmente; bien, 6 años después del apunte de odisea espacial, aquí, en esta tierra, puede que abandonada de la mano para unos muchos, pero en cambio aferrada de su mano para unos pocos, un personaje oscuro recopilaba del entorno existente los materiales para crear un elemento de tortura especializado, sabido y conocido, en erradicar la vida de la manera más vil e inhumana: cuando se está a la derecha del Padre, el tiempo se detiene; y si no es así o a quien no sea así, se le detiene.
En este trance me hallaba, a punto de concluir que no es que se hubiera avanzado grandemente en comportamiento desde 400 años atrás, en la época visual y anímicamente reflejada en 'Alatriste', cuando, vista y no vista, llegado el punto en que la cámara empieza el recorrido hasta la sala del garrote, mi taquillera favorita, como activada por resorte, se levantó y sigilosamente, sin mirar atrás para no perder pie en el camino de bajada hacia el vestíbulo del anfiteatro, abandonó la sala, dejándonos, al Jefe y a mi con el hipnótico movimiento circular antihorario de cámara en torno al encapuchado joven maniatado que se ve entre los huecos que dejan los asistentes y el verdugo: por un lado, el movimiento de cámara ayuda a retroceder en el tiempo hasta situarnos como mudos testigos de lo que acaeció en aquella lúgubre habitación aquel día y por otro, intenta aliviar, compensar, la tensión de la agobiante sensación del vuelta a vuelta del tornillo.
Cuando el letrero de FIN dió paso a los créditos de final, la sensación de vacío anímico se transmutó en tristeza de espíritu mientras la voz de Lluis Llach desgranaba los versos y estrofas de su 'I si canto trist', en una versión actualizada, canción que en su momento, cuando la oí hace años, no supe apreciar en sus matices, no porque no los tuviese sino porque me faltaba entender el contexto en el que se interpretaba y aplicaba. Al notar la tristeza que me embargaba, consideré, egoístamente, muy posiblemente, que en mi caso el tiempo había pasado para mejor pues, conclusión derivada, mi sensibilidad había mejorado.
Cuando llegué al vestíbulo de entrada me encontré al personal con cara de circunstancias. Los que salían de la sala, tras haber recogido las butacas tampoco diferían de los que allí nos encontrábamos. Como siempre, el Jefe bajó el último y tras cerrar la llave del agua desapareció silencioso hacia la taquilla para cortar la corriente del local.
"Esta película me da mucha 'penica' ", dijo mi taquillera favorita, rompiendo el silencio verbal imperante entre todos los que, ya en la calle, veíamos como el Jefe traqueteaba la puerta de acceso, para asegurarse de que estaba bien cerrada, y el cartel de la película se movía levemente dando la sensación de que el rostro del protagonista, mirando hacia arriba cuando hacía minutos que habíamos presenciado como había sido obligado a mirar hacia abajo, nos decía 'hasta mañana'.